miércoles, junio 8

 
Maruchi López: mimo de vocación, tortuga de profesión.
Desde que vió en la tele aquel viejo sketch, en blanco y negro, de Marcel Marceau, no volvió a ser la misma. Entró en un extraño y casi perpetuo proceso de catarsis que acabó transformando una típica, y algo insociable personalidad gruñona, perezosa e introvertida; en un ser brillante, vivaracho y ameno a los ojos de todos. Alguien locuaz que no necesitaba utilizar palabras; alguien que convencía sin vencer, simplemente embelesaba con sus medidos y bien proporcionados gestos, con las expresivas muecas de una cara con granos, su penetrante mirada y esa sonrisa, pura y limpia, que nunca nadie había visto jamás en un ser de su condición. Se metió tanto en el papel, que acostumbraba a calzarse guantes blancos y a cubrirse la cabeza con una vieja chistera que, a menudo, adornaba con una rosa roja de papel maché. Cuando recibíamos visitas, cosa que ocurría cada vez más amenudo, yo mismo las hacía entrar con una solemne reverencia, mientras ella caminaba detrás suyo imitando cada uno de sus gestos; despacio, sin apenas hacer ruido, ignorando las miradas furtivas y las risitas contenidas del improvisado público.
Un día, que yo me estaba afeitando, entró en el baño sin llamar y, con poses ingeniosas, me preguntó si la llevaría fuera, a cenar; se empeñó en ir a un restaurante chino. Al principio me negué rotundamente, no estaba muy seguro de que fuera lo más indicado; no tenía nada claro si en ese tipo de locales admitían mimos. No quería que su sensibilidad desbordada y frágil, se resintiera. Aunque, tanto insistió, que no tuve más remedio que dar mi brazo a torcer. Y así, cogidos de la mano, entramos en el restaurante que había encontrado ella misma en las páginas amarillas; bueno, cogidos de la mano, o de la pata, como cada uno quiera entender. Tras tener que soportar unas cuantas miradas estupefactas y otras tantas carcajadas mal contenidas, nos acompañaron a una mesa retirada del resto, junto a un gran ventanal, iluminada tan solo por la luz de una vela. Nos entregaron la carta, pero la devolvimos sin a penas mirar y pedimos el menú del día, que eran rollitos de primavera (que a pesar del calificativo estacional puede uno ingerirlos, curiosamente, durante todo el año), y vino de arroz; de la casa, pero que sea de arroz, insistí.
Recuerdo que me levanté un momento para ir al baño, y cuando regresé, Maruchi López había desaparecido sin dejar rastro. La busqué por todos los rincones del restaurante, debajo de los manteles, incluso en la cocina, pero no hallé ni una pista que me condujera a ella. Decía uno de los camareros que la había visto salir corriendo y gritando (cosa inusual en un mimo): ¡¡¡me voy a la ramblaaaaaaaaaaa a subirme a un cajón !!!...
Que digo yo, que si hubiera querido marcharse a ejercer, con haberlo dicho...hablando se entiende la gente, que es lo que yo siempre he pensado.
Desde aquel desafortunado incidente he vuelto a ir, a menudo, al restaurante. Al menú de los domingos han incorporado una nueva sopa, de galápago según dicen, que está de rechupete. Si mi pobre Maruchi estuviera aqui para probarla. Y así, con el roce semanal, me he hecho muy amigo del dueño, un tal Lee que, según cuenta su madre (que tambien se llama Lee; resulta que, en su país, llamarse Lee es como aquí llamarse García... y yo que pensaba que era una marca de vaqueros), casi desde que su hijo nació, se convirtió en un virtuoso del ukelele. Me gusta el diseño de este que toca ahora, y que se ha hecho él mismo con una especie de caparazón marrón. Lee dice que lo construyó a partir de un galápago. Que yo no sé muy bien qué será eso de un galápago, que igual lo utilizan para hacer una sopa que para un instrumento musical, pero es que cuando suena me trae recuerdos de mi Maruchi, táchenme de nostálgico. Igual llaman galápago a lo primero que encuentran en el contenedor verde, que estos chinos lo aprovechan todo. Sin ir más lejos, el domingo pasado me encontré dentro de una galleta de la suerte, el diente de leche que perdí la semana anterior al morder un pan de gamba ¡eso sí que fué tener buena suerte!.

Comentarios:
Tal vez decidió imitar a las tortugas y unir su silencio vocacional con su insociabilidad de caparazón.

Me encanta. Y sin suecos.
 
Ni suecos ni marcianos, Poulain, será el calor del verano que todo lo transforma ;) Beso.

Jajaja Mox. Es cierto, nunca he visto a los del CSI investigar en un restaurante chino, pero seguro que no encontraban ni una huella, que allí todo lo pican para hacer albóndigas. Un abrazo.
 
¡¡Pobre Maruchi!! si es que estos chinos lo aprovechan todo, oye. En mi pueblo hay un restaurante chino y el otro día mi hija, que es muy perspicaz ella, me dice: mamá ¿te has dado cuenta que desde que está el chino ya no hay gatos ni perros merodeando por ahí? Pues no me había fijado, pero como que tiene razón.
Un beso y un mimo.
 
De nuevo felicidades...
 
Me encantan las historias de mimos, de expresiones, de tortugas, de restaurantes chinos, y nadie mejor que tu para contarlas. Besos mil cosa bonita!
 
Creo que no vuelvo a probar la sopa de tortuga, digo de galápago, por si acaso.
 
No es por incordiar, pero creo que por las pistas que has dado ya pudes ir olvidandote de Maruchi. Pero creeme si te digo que siempre la tendras cerca,notaras su presencia como si estubiera dentro de ti.
Un besazo
 
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