sábado, junio 30

 
Resulta que es fiesta mayor en este universo paralelo que (a veces) habito. He ido a uno de los superconciertos de la noche y admito que me he quedado un poco perplejo. No me ha sorprendido que la media de edad fuera de unos setenta años, ni que aún tuvieran ganas de bailar (yo estaba rendido). Lo que realmente me ha sorprendido es que han cambiado a los Sirex por Tequila (¿tanto tiempo llevo sin salir?  ¿tan viejo soy? ¿la mortadela de olivas, llevará olivas?). Total que acabo de decidir que me voy a suicidar (aún no he pensado cuándo, pero sí cómo: follando), porque creo que no podría soportar (en un futuro paralelo próximo) una fiesta mayor con una banda subida a un escenario, tocando canciones de cold play y que todos los del geriátrico empezáramos a mover el esqueleto (nunca mejor dicho).



domingo, junio 24

 
Tocar un piano a tres manos y dos culos, midiéndonos los hombros con los labios. Pasear por la playa descalzos esquivando pelotas y raquetas, ávidos de olas en los tobillos y arena en las plantas de los pies. Intentar retener en la retina cada uno de tus gestos, para cuando (como ahora) me ahogue en tu ausencia. Aprovechar el rojo del semáforo para olvidar el mundo en nuestras bocas. Fundirse en un abrazo final, tan cálido y sereno, como la (misteriosa) energia que nos une. Fuerte como un hasta luego, repleto de te voy a echar de menos. Un abrazo firme como lo que la vida inesperadamente vincula para siempre. Fuerte como tú. Eres luz de luna llena iluminando mis más oscuras noches. Mis más preciosos dias. Y siempre lo serás.

lunes, junio 18

 
Cuando esa tarde volví a casa, mi madre ya hacía rato que había llegado. Lo supe porque el recibidor olía a ella, a limpio en su afán por desinfectar la vida. Al cerrar la puerta de la calle, me di la vuelta para dejar aquella mochila repleta de libros, ceras de colores rotas, lápices Alpino, libretas cuadriculadas que en su mayoría ya habían perdido sus gastadas tapas de cartón en la vorágine del transcurso del curso escolar, y un compás que se despatarraba siempre que intentaba trazar círculos (me salían unas elipses perfectas, aunque la profesora de geometría se empeñara en no querer apreciar su encanto). Justo al darme la vuelta, tropecé con la vieja alfombra que nadie utilizaba ya para limpiarse las suelas de los zapatos, y que con el paso del tiempo había desarrollado otra gran habilidad: convertirse en una trampa mortal para torpes. Así que gracias a ella me di la primera gran ostia de mi vida contra aquella librería chaparra y bajita que entonces, en lugar de guardar libros, custodiaba celosamente las llaves de toda la familia. Fue justo al oir el estrépito del golpe cuando mi madre asomó la cabeza por el pasillo y me atrajo hacia ella para darme un abrazo. ¿Te apetece ayudarme un poco? preguntó haciendo caso omiso del chichón incipiente que empezaba a desarrollarse en mi frente y al día siguiente me convertiría en el primer unicornio de nueve años que había sido admirado (y estudiado) de cerca en el salvaje mundo de la enseñanza general básica. Me miró a los ojos y volvió a estrecharme, como una boa constrictor ciñe a su presa, contra el delantal que yo adoraba, el de algodón gastado riveteado por mil parejas de cerezas rojas unidas por sendos rabos de color verde intenso. Me tomó de la mano y me arrastró hasta la cocina. Había dejado preparados los ingredientes sobre el mármol gris: el paquete de harina, el azucarero, dos huevos rubios que se encontraban colocados junto a un tenedor que hacía las veces de tope evitando que resbalaran y acabaran estrellándose contra el suelo, un trozo de mantequilla con los contornos amarillentos y que empezaban a desdibujarse por el efecto termodinámico de un Junio excepcionalmente caluroso, y un vol de cristal poco profundo con trozos de piel de limón cortada muy fina. Fuí resiguiendo la fila. Aquel era el día de mi noveno aniversario, y había resultado largo y sofocante en el colegio, me había visto inmerso entre las clases de cuarto que no soportaba y los gritos que desprendía el patio cuando rompían los recreos y alguien marcaba un gol. Y mi madre, con su cálida mirada y mi delantal preferido, era como un oasis. Un afectuoso abrazo abierto, dulce y protector. Me chupé el dedo índice y lo introduje en el azucar moreno, para luego lamerlo ávidamente, entornando los ojos. Y al fín dije: sí, por favor, sí. Mi madre batía los huevos y tamizaba la harina mientras yo deslizaba la mantequilla previamente ensartada en el tenedor que antes hacía la función de aguanta-huevos, fundiéndola lentamente y a conciencia sobre la superficie interior de un recipiente de duralex, especial para hornear, con forma redondeada y bordes ondulados. Hacer un pastel como aquel no era una actividad habitual. Y yo disfrutaba de la escena mientras oía cómo el horno empezaba a crepitar y Doña Elena Francis daba consejos a gente que no conocía, a través de su consultorio en Radio Peninsular. Finalmente volcó la masa en el molde que yo había estado acondicionando, comprobó la temperatura del horno y lo introdujo en él. Me senté en el suelo a esperar, mientras ella se preparaba un té con hielo y me ofrecía un sorbo con un guiño de complicidad y una sonrisa cálida y serena. La estancia se llenó poco a poco de olor a mantequilla, azucar derretido, limón y huevos cocidos. Cuando llegó la hora, se colocó una manopla que tenía la palma acolchada por mil olas de color verde y el dorso repleto de adornos de cachemir rojos y grises. Sacó el pastel del horno y lo dejó sobre los fogones de la cocina. Sin perder ni un instante, espolvoreó primero chocolate negro, y luego fideos de azucar de colores. A pesar de que el pastel de limón era mi favorito, no recuerdo si este nos quedó bueno o malísimo. Ni recuerdo si desafinaron mucho cuando, al acabar la cena, mi madre entró en el comedor con el pastel iluminado por nueve velas y todos empezaron a cantar "cumpleaños feliz". Tampoco recuerdo si conseguí apagar todas las velas de un soplo antes de pedir un deseo (mi deseo). Pero sí recuerdo cual era: el mismo deseo que, cerrando los ojos, he pedido todos y cada uno de los días de mi aniversario. Quizás con diferentes matices o palabras distintas. Pero siempre, en esencia, el mismo: ser feliz. Y hoy, por fin, lo soy. Y no sabeis cuánto me habeis ayudado a llegar hasta aquí. Así que mañana (ahora que sé que los deseos se cumplen), cuando cierre los ojos dispuesto a soplar sobre las velas (que ahora serán tantas que estoy pensando seriamente si aprovecho las llamas para hacer una barbacoa), mi deseo será que todas vosotras y todos vosotros también alcanceis la felicidad (a su justo precio, porque nada es gratis, y menos los deseos). Chin-chin.

jueves, junio 14

 
(hoy -ayer- cumpliste años. 47, uno menos que yo, cronológicamente siempre. Tu corazón en cambio siempre derrapó ante mis propios ojos).
Hoy he soñado que tus rizos caoba (de nuevo) me acariciaban el hombro. Hoy he vuelto a besar (el primer beso de) tus labios. Hoy he vuelto a dar cuerda a los patos de ojalata con sombrero que me regalaste. Hoy he vuelto a oler lavandas. A sentirte. Hoy he vuelto a echarte de menos. Cumpleaños feliz.
http://youtu.be/RzYKRFADiu4

sábado, junio 9

 
A veces abres un mensaje de facebook que dice que alguien ha publicado una fotografia nueva, y te paseas por su perfil. Miras, sonries y te vas de puntillas sin decir nada, porque se la vé comprometida, prometida y feliz. Y no te atreves a alterar el delicado equilibrio del universo que ahora mismo la envuelve. Y piensas que si ella es feliz, tú también. Y no hay nada más que decir, más que desearte lo mejor en esta etapa genial de tu vida (chin-chin).

jueves, junio 7

 
Frases célebres:
"To be is to do" -Sócrates-
"To do is to be" -Sartre-
"The do do do, the da da da" -The Police-

martes, junio 5

 
(Mirándome al espejo)
Si yo fui el espermatozoide que ganó, no quiero ni imaginar cómo serían los otros mil millones.

domingo, junio 3

 
Momento Zen (3)
Llueve, pero ahora ya sólo fuera de mí (yupi!):

viernes, junio 1

 
Cuando uno ve suciedad cada día, se acostumbra a convivir con ella. Con las pelusas debajo de la cama. Con la costra negra en la bañera. Con los salpicones de aceite en la encimera. Y con la mierda que envuelve la tecla que se usa para borrar lo que luego (tarde o temprano) volverás a escribir. Por no hablar de la tecla de inicio, retroceder página, insertar o suprimir. Creo que de un momento a otro, me va a dar una embolia o algo.

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