domingo, diciembre 5

 
Dos tropiezos
Aún hoy, su recuerdo la arrastraba hasta playas desiertas, de esas que no tienen dunas ni palmeras.

A veces, soñaba despierta que volaba hasta caer rodando en la arena para descubrirse sola, desnuda, y sintiendo cómo los rayos del sol de mediodía se clavaban en su piel, en cada rincón de su cuerpo. Le producían un dolor agudo, como si fuesen alfileres al rojo vivo.

Había escrito muchas páginas en blanco en su vida, páginas que guardaba celosamente entre las cuartillas de su diario, en su hucha del tiempo perdido, como ella lo llamaba. La mayoría de ellas las escribió después de estar con él y, ahora, como tantas otras cosas que cegaban su vida, la consumía el dolor de la oportunidad perdida.

Ayer subía por la cuesta que llevaba al lugar donde se habían conocido por primera vez y, casi sin querer, rozó con el índice aquella esquina donde tantas noches de Agosto él había intentado besarla, donde tantas noches de su vida ella había deseado que lo hiciera. Nunca se atrevió a permitírselo. Nunca le dejó. Alguien le dijo que había cosas que una mujer no debía hacer si no estaba casada. Era pecado. Alea jacta est.

Con la cabeza inclinada, llorando y casi rozando con el pelo la esquina, creyó oler de nuevo su colonia. Estaba clavada en un rincón olvidado de su memoria.

Si algo le dolía, si sobre todas las cosas que poblaban su universo algo le dolía, era no poder recordar cómo era exactamente su cara. No poder recordar el calor de aquel guiño, mezcla de complicidad y cariño, que tan oportunamente sabía hacerle. Tampoco podía evocar exactamente la encantadora mirada que brotaba de sus ojos negros cuando hablaba.

No existe recuerdo más cruel que aquel que añoras, el recuerdo perdido. Cuánto hubiera pagado ella ahora por entender lo que, de vez en cuando, él susurraba en la penumbra del café: “existimos sólo para fabricar las nostalgias de nuestro propio futuro”.

Con el pasar de los años, sus manos y sus dedos habían aprendido a hacer ya lo básico para sobrevivir, lo que en ningún manual se describe para los que acaban de nacer: comprar el pan, hacer la cama, poner la mesa, añadir azúcar al café y removerlo. Contemplar, ausente, el televisor. Había aprendido, incluso, a tolerar la presencia inevitable de las cucarachas. Ya no se incomodaba al oír el tamborileo de sus patas sobre la mesa del comedor. De hecho le gustaba dejar algunas migajas de pan en un triste platillo de café, sobre el mantel, para que lo encontraran fácilmente en su febril y alocada búsqueda. Pobrecillas, se veían tan frágiles y le daban tanta compañía. Les había puesto nombres y había llegado, incluso, a saber diferenciarlas y a reconocerlas: “esta es Berta… este es Manuel…Javi, hoy has sido muy malo y no te has comido lo que te ha puesto mami, te vas a quedar enanoooo!!!”.

Creía que ya había aprendido a soportar todo lo soportable, pero se equivocaba.

Aquella noche, como había hecho desde que era niña, jugaba a hacer montones con las estrellas. Era consciente de que hacía mucho frío en esa época del año, pero le encantaba salir al balcón antes de media noche, arrebujarse en aquel roído jersey de angora que ella misma un año se regaló para su cumpleaños, y respirar el humo de la taza de caldo maggi que acababa de prepararse. La sostenía, casi maternalmente entre las dos manos, cobijándola como quien abraza su propia alma. Luego se ponía a contar estrellas.

Las agrupaba por tamaños, por colores, por brillos y por encantos.

Descubrió hace tiempo que había una estrella que nunca cambiaba de posición, siempre estaba ahí, como clavada en el firmamento, fuera cual fuera la hora y el día en que la observara. Siempre estaba ahí, como el hueco que él dejó en su vida. Siempre estaba ahí, permanente, perenne, eterna e invariablemente.

Sabía que, pocas horas más tarde, como solía pasarle últimamente, caería dormida en el sofá, entre libros de historias de gente que no conocía, y cuando el sol, insolente, la despertara, era consciente de que, como cada día, se diría a si misma que aún le quedaban muchas cosas por hacer, muchos motivos por los que levantarse. Y saldría de nuevo a comprar el pan, aquel mismo que él siempre pedía para acompañar el café con leche.

Mientras sorbía el caldo, cuidando de no quemarse la lengua, alzó la cabeza y amontonó unas cuantas estrellas más antes de dejar que los recuerdos invadieran su alma. Recordó el orfanato, y a aquella monja perversa que buscaba y hurgaba con la mano entre sus piernas cuando la bañaba: “hay que frotar para que salga el demonio que llevas dentro” … “…no le digas nada a nadie o el demonio te llevará…”. El recuerdo de aquella voz siempre venia acompañado de escalofríos y le provocaba nauseas. Apartó el caldo y lo dejó en el suelo. Se aferró a la barandilla del balcón y cerró con fuerza los ojos para borrar la imagen de aquella bruja de su mente.

Cuando consiguió escapar del orfanato, el trabajo en la lavandería.

No sabría decir cual de las dos vidas prefería.

La lavandería: agua hirviendo, abrasando todo lo que tocaba. Sus manos, sus uñas, sus brazos, su cara. El ambiente cargado de humedad y de jabón barato que todo lo impregnaba. Su capataz, que creía fervientemente en la disciplina militar de la edad media y en el derecho de pernada. La chusma que por ahí malvivía, pululaba y hacía ver que trabajaba. Gente que la consideraba tan importante como el plancton en la cadena alimenticia.

Día tras día, mes tras mes, sin fiestas, casi sin tiempo para dormir, sin tiempo para si misma.

Días grises que una vez, sólo una vez y por poco tiempo, se llenaron de color. Sonrió al pensarlo y se agachó a recoger de nuevo el tazón de caldo. Se detuvo a medio camino, como paralizada. Acababa de recordarlo todo, como si acabara de ocurrir.

Haría más de cuarenta años que aquello le había pasado. Ella, por aquel entonces, debía haber cumplido ya los veinticinco.

Se dio de bruces contra él al salir precipitadamente de la lavandería. Él cargaba un fardo lleno de ropa sucia que, literalmente, voló esparciendo todo su contenido sobre el suelo. Los dos quedaron sentados, uno frente al otro, con las manos apoyadas en la acera y mirándose a los ojos con estupor, algo desconcertados por el choque. Ella, recordaba, se ruborizó al instante y Ramón, que así se llamaba él, alzó la cabeza al tiempo que estallaba en sonoras carcajadas.
- Lo siento, tenia prisa y…-murmuró ella mientras se apresuraba a levantarse para recoger las prendas que ya empezaba a dispersar el viento.
- No tiene nada que sentir, señorita, de hecho ha sido lo más divertido que me ha pasado hoy- afirmó él con voz cálida y firme.
- “me ha llamado señorita”-pensó. Nadie la había llamado nunca así. En la lavandería la llamaban “tu”, y en el orfanato siempre la habían llamado por su apellido, “García”. Nadie había nunca creído que ella fuera digna de ser llamada señorita. En cambio él…

Se detuvo en su afán de recoger las prendas sueltas y alzó la cabeza, al tiempo que intentaba arreglarse un poco el pelo con la única mano que tenia libre. Lo observó. Debía tener unos treinta y pocos años. Alto, de complexión fuerte, tez morena, cabello y ojos negros, como el azabache. Sencillo, pero elegantemente vestido, mostraba una mirada encantadora y honesta. De pronto, sintió que algo se rompía en su interior. Era algo diferente a lo que nunca había sentido. Era un sentimiento hermoso, que la asustaba, igual que la asustaban las cosas que no conocía. Ramón le devolvió la mirada, curioso, al sentirse observado, y cuando ella salió de su embeleso y se dio cuenta de su descaro, se ruborizó de nuevo y bajó los ojos.

- Aquí tiene su ropa – dijo Maria tendiendo hacia él la mano con que sujetaba las prendas que acababa de recoger-. Lamento lo sucedido.

Él la estudió con curiosidad. Era evidente, por su descuidada forma de vestir y la ausencia de maquillaje, que la vida no la había tratado muy bien. No sabía qué tenía aquella chica, pero le inspiraba simpatía y ternura. Quizás fuera la inseguridad que transmitía, con esa tendencia a mirar al suelo cuando él intentaba conectar con sus ojos.

- Ya le he dicho que no tiene importancia, pero reconozco que ha despertado mi curiosidad y me gustaría saber por qué motivo tenía usted tanta prisa. Si la invito a un café tendrá la bondad de contármelo?- preguntó Ramón casi convencido de cuál seria la respuesta de la chica.

Contra todo pronóstico, Maria aceptó la invitación. Fueron al café de la esquina y, entre taza y taza, charlaron y charlaron. Sobre el tiempo, sobre la vida, sobre la guerra, sobre la muerte, sobre filosofía, sobre cotilleos...

María nunca había destacado como estudiante en la escuela del orfanato, pero desde que aprendió a leer no había libro, revista o papel escrito que no engullera si pasaba por sus manos. Había leído y hecho suyos todos y cada uno de los libros de la biblioteca pública, desde los clásicos a los más modernos autores, los filósofos, artistas, los poetas, y los políticos.

Fue esa una tarde eterna, las palabras de Ramón y el aroma de aquel café divino, que devino en cena, la transportaron muy lejos de su realidad, de lo cotidiano.

Al llegar la noche, ella no dejó que la acompañara a su casa. Vivía en un viejo apartamento, situado en un edificio medio en ruinas, en las afueras de Barcelona, y se avergonzaba de ello. Quedaron al día siguiente, a la misma hora, en la esquina que tocaba a la lavandería.

Y repitieron, un día tras otro, durante semanas.

Maria de repente pensaba que la vida era maravillosa. Empezó a maquillarse, a cuidar su forma de vestir y a seleccionar, cuidadosamente, sus complementos. “¿Tú, zorra, es que te crees que por que te arregles vas a encontrar marido?” gruñía el capataz cuando la veía entrar por la mañana. Ella había aprendido a vivir sin escuchar lo que no le interesaba. Y mientras hundía de nuevo las manos en el agua hirviendo, pensaba en Ramón y en lo que hoy le contaría”.

Sorbió de nuevo la taza de caldo y encogió los hombros. Otro escalofrío. Alzó la mirada buscando su estrella, la que siempre estaba ahí cuando necesitaba compañía. La encontró y le envió un beso. Dáselo a Ramón, susurró…

-uffffff, soy una vieja chocha, hablo con las estrellas-, pensó, dibujando una mustia sonrisa entre las arrugas de su cara.

Recordó, de repente, el día en que salió de la lavandería con esa misma sonrisa que entonces embellecía su rostro, y no encontró a Ramón en la esquina. Pasó horas esperándole en vano, y siguió esperándole cuando cayó la noche. Lo esperó hasta que despuntó el alba. Vió como salía el sol desde la esquina, por entre los edificios, y vió como se abrían las puertas de la lavandería. Dejó la esquina sólo por miedo a perder su empleo.

Durante el resto de su vida repitió cada día la espera. Lo esperaba hasta que anochecía. “Hoy vendrá, estoy segura” se repetía constantemente.

Nunca volvió, pero ella nunca perdió la esperanza, cada tarde, lloviera o nevara, lo esperaba hasta que la noche la obligaba a partir para coger el último autobús que la llevaba de vuelta a su maltrecho apartamento.

Apartó la taza de caldo, ya casi vacía, un olor familiar la había devuelto, súbitamente, a la realidad. Era el olor de la colonia que usaba Ramón. Llegó muy débilmente al principio, pero se fue haciendo cada vez más intenso. Iba acompañado del repicar, acompasado, de unos pasos firmes y serenos que se acercaban. El corazón le dio un vuelco cuando vio aquella silueta pasear por la acera de su calle. Era Ramón, no le cabía la menor duda. Su forma de andar, su figura, su temple, su estilo. Sabía que estaba en lo cierto. Dejó ir el tazón de caldo en el aire, ni siquiera pestañeó cuando lo oyó hacerse añicos contra el suelo. Salió corriendo hacia la puerta que llevaba a las escaleras del edificio, como si intentara huir del mismísimo diablo. “Tengo que verle, tengo que hablar con él, tengo que preguntarle…”, se decía mientras intentaba abrir la cerradura. “Jodida puerta, siempre se atasca en el momento menos oportuno!”, gritó luchando con la llave.

Juan, el butanero, vivía en el tercero, justo encima de Maria. Ese día había acabado muy tarde el reparto. Estaba cansado, muy cansado. Tenía la espalda molida después de haber estado, durante horas, subiendo y bajando aquellas pesadas bombonas. Para colmo, hoy tenía que llevar dos a su casa, se lo había prometido a su madre.

Lo último que vio Juan, antes de resbalar y caer rodando por las escaleras, fue la cara enloquecida de Maria.

-Estaba como ida. Salió echa una furia de su casa, babeando, gritando y medio en pelotas, sólo llevaba un mugriento jersey de cuello alto y unos leotardos negros. No me dio tiempo de apartarme. Tropezó conmigo y nos hizo caer junto con las bombonas, escaleras abajo. Yo tuve más suerte que ella y gracias a Dios la puta bombona no me remató- explicó Juan al juez que se encargaba de levantar el cadáver.

“M.G., 65 años, muerte accidental, provocada por herida inciso contusa en la nuca, producida por el impacto de una bombona de butano”, fue todo lo que escribió en su informe.

-Siempre había pensado que la vecina de abajo estaba como una cabra. Se pasaba la noche en el balcón hablando sola, incluso en invierno. Y durante el día siempre se la podía encontrar en una esquina del centro, plantada como si fuera una puta... lo que hay que ver, a su edad !…Y hoy ha demostrado que estaba completamente loca, casi mata a mi pobre Juanito-graznó la madre, indignada.

María había dejado de esperar y de hablar con la noche. Ya no corría, volaba impaciente a reunirse con su estrella.

Comentarios:
Y a mi me encantan tus Post Datas, a.k.a., lo sabes ;)
 
Un saludo Mox, guapetón. Me alegra que te haya gustado. A mi me encantó tu sorpresa y tu último examen de coincidencia ;)
 
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